martes, 15 de junio de 2010

....QTO...

Quiero Quietud.
Quiero Quietarme Quieto.
...
...
...
...
quietantemente Quieto.

sábado, 5 de junio de 2010

Quietos, totalmente quietos.

Se viaja en prosa.

Viajar es, más que cualquier otra cosa, renunciar a la quietud. El viajero es siempre un elemento periférico a la realidad que, saltando de órbita en órbita, se va aproximando al núcleo verdadero -que no siempre coincide con el real- como otro hijo maldito de Pedro Páramo que entiende pero no comprende y/o viceversa. Este tránsito persistente imbuye al sujeto del movimiento y le inocula una inercia que dota de aceleración al pensamiento e impide la pausa (la quietud) necesaria para decantar las esencias. El viajero proyecta su acervo en los horizontes y aguarda a que el eco retorne. Como el eco es por definición un mal imitador del mensaje primigenio, el viajero tiene que recurrir al innoble arte de la traducción para descifrar y recifrar hasta construir una idea. En ese apasionante proceso de asimilación concurre la trampa de tener que hacer propio lo que en realidad es ajeno con la consecuente necesidad de rastrillar entre todas las palabras hasta encontar la menos alejada. La palabra es al fin una consecuencia hija de un anhelo.

El poeta, por el contrario, comtempla el mundo desde el epicentro de su existencia y asiste a la danza orbicular más o menos caótica de lo demás. El poeta mira desde sí, escucha en su fuero el terco repiquetear del mundo externo, lo desbasta de lo superfluo y lo condensa en el ardiente esplendor de las palabras que vibran y se modulan. La palabra se convierte en el principio de un todo innato, anterior al propio individuo. La palabra es una causa paridora de realidades.

Por eso los poetas no viajan, porque ya conocen todos los mundos de afuera y solo les interesan las palabras/oquedades de nuestras vidas que pueden pasarnos completamente desapercibidas si no permanecemos quietos, totalmente quietos.