Entró con un portazo como solía hacer. Se aseguró de sostener la puerta para que no vibrara y provocar un sonido seco y quedo que dejara bien a las claras quien mandaba. Dudo de sí mismo ¿me estaré haciendo viejo? Ciertamente llevaba un tiempo arrastrando la mirada por el presente en busca de señales. De poco habían servido los nuevos aires que le insufló el cambio de aspecto; los viejos temores siempre emergían como una realidad externa, incontrolable, salmodiada por voces tenebrosas y rudimentarias. Recordaba con nostalgia los tiempos en que ganaban batallas sólo con un gesto de desaprobación.
En la mesa del comedor esperaba todos los miembros de su familia. Su mujer, quizás su única y última aliada, siempre agradecida con la vida que le había regalado, le besó con frialdad. Incluso su relación de tantos años estaba siendo sacudida por los problemas. Sabían que no podían decirse las verdades, sabían que la debilidad sería la antesala de su decadencia o quizás sabían ya que la decadencia se retorcía perezosa en sus rostros y que lo único que les quedaba era disimular.
- Señor, bendice estos alimentos...
No había sino empezado y en la mesa los dos hijos mayores ya estaban comiendo con insolente ensimismamiento los trozos de pollo del cocido.
- Por favor, comportaos -rogó la madre.
- Sí, comportaos -repitió la abuela.
La abuela siempre permanecía sentada en la misma silla. Pasaba las tardes tejiendo ropas de aspecto trasnochado mitad hechas de lana mitad de recuerdo. Añoraba aquellos tiempos no tan lejanos en que sus nietos y su hijo le preguntaban por su infancia. Era cuando todavía la admiraban; cuando su belleza todavía encerraba el discurso de lo vivo. Era como una esfinge dulcemente modelada por los años -quizás por los siglos- de la que salían palabras garbosas, barnizadas de empaque y calidez. Sentía que atesoraba la certeza del conocimiento, la solidez de la experiencia y el cariño del que ve prosperar a su prole. Lamentablemente con los nietos fue perdiendo la complicidad hasta darlos por imposibles. Hablaban de cosas raras, miraban al pasado con desprecio, comían en la mesa con la prepotencia de los jóvenes que no han conocido la guerra.
- Mañana no vengo a comer -dijo el primogénito- Tengo que trabajar en mis cosas.
- Hijo, si fuera cualquier otro día lo admitiría, pero sabes que mañana es el día. Ya lo habíamos consensuado -habló severo el padre.
- No me importa. Yo sé lo que debo hacer.
- Déjalo -intervino la madre- Que haga lo que quiera. Necesitamos su ayuda para mantener la casa.
- Bueno, tú puedes faltar pero tu hermano no.
El hermano pequeño apenas levantó los ojos del plato. No necesitaba ver una vez más a su padre caído, el otrora fénix, devenido en un guiñapo. Sabía por experiencia que el camino ya estaba alisado y que si callaba podría aprovechar la estela de su hermano para saltar de la órbita paterna. No tenía prisa. En casa se estaba bien, se comía caliente y no se preguntaba por el futuro.
Tras el primer plato, el padre se decidió a hablar. Sabía que con el estómago caliente sería más difícil que los ánimos se encendieran. Le pidió a la sirvienta que quitará los platos usados.
La sirvienta iba, venía y así llevaba haciendo desde que compraron la casa. Mujer generosa en las curvas y enigmática en las rectas, siempre había cumplido a la perfección su trabajo: no protestar. Pero la sumisión de las manos no siempre conlleva la sumisión de la mirada. Supo gestionar el tiempo como sólo su raza sabe hacer hasta detectar como la adolescencia despuntaba en el cuerpo del primogénito. Encuentros fortuitos en los pasillos, la puerta de su dormitorio celosamente entreabierta y un vaivén que no hace falta describir la pusieron en el trampolín del éxito. "Mi momento está cerca" pensaba, mientras día tras día ponía una cucharada de más en el plato correcto.
- Sabéis todos cómo están las cosas -el ruido de los tenedores sobre los platos le hacían los coros- Necesitamos cooperación entre todos.
- Sí -apostilló ella siempre tan atenta a detectar dónde podía incluir su mensaje- Estamos en riesgo, no nos podemos fiar de él. Siempre me mira con sed de venganza.
El vecino era tan orgulloso o más que ellos. Tras unos primeros años de convivencia pacífica, comenzaron los conflictos por el arriate que dividía sus casas. Él tenía un recoleto huerto de hortalizas que cuidaba con esmero. Obtenía escaso rendimiento pero en el brillo de cada pimiento, en el jugo de cada melón paladeaba el sabor de la tierra y el tiempo. No tuvo culpa de que una filtración de una obra de asfalto emponzoñara el terreno de sus vecinos. No tuvo la culpa de que ella decidiera que sus hortensias no podían morir envenenadas. No tuvo la culpa de que no hubiera otro lugar adonde trasplantarlas. No tuvo la culpa de nada, por eso desarrollo la ira de todo. Y así, día tras día, desmontaron el bulo de que el roce hace el cariño increpándose primero con la voz y luego con la mano alzada. Con ella, con él, con la abuela, con el hermano de ella, con todos porfió menos con los hijos...los hijos no sabían ni querían saber nada de hortensias ni de otras reliquias...
- Llama al tío -espetó el más pequeño.
- Con el tío no se puede contar. Lo más que hace entre chupito y chupito es tocarse.
El tío compitió por las bellezas del momento en los años de juventud. Tuvo sus éxitos, no vamos a negarlo, pero no fue capaz de disfrutarlos. La envidia hacia su cuñado lo mantuvo al acecho incluso cuando ya no había mujeres en liza y asumió su propia derrota. El tío sólo entendía de cirrosis y de recuerdos. Todavía conservaba su puño de hierro, pero entre todos aceptaron que sólo lo utilizara para dar puñetazos en la mesa en alguna de sus borracheras.
- Sí, el tío mejor ni tocarlo. Es a vosotros a quien necesito.
- Yo tengo una idea -apuntó la abuela-
Como quien oye al silencio continuó el padre hablando.
- Necesito que me apoyéis. Sabéis que...
- Sabéis que es el mal. Sabéis que quiere matarme -interrumpió la madre.
Con una mirada pesada le hizo callar.
- ...sabéis que las cosas no están tan mal, que soy qien soy y que puedo lo que quiero, pero me gustaría contar con vosotros, con vuestras manos, con vuestra fuerza.
- Mira Papá yo te puedo prestar si quieres pero no me pidas que me implique en las batallas de tu viejo mundo -sentenció mientras escudriñaba el movimiento de las caderas de la sirvienta que fregaba platos al ritmo de sus pensamientos musicales.
- Es un loco, no atiende a razones...
- Me duele la cadera.
Mientras el pequeño dibujaba cuadros abstractos con los restos de azucar coloreada por el café.
¡Cuánto me has dado por tan poco, negra!
- Siempre nos fue bien así.
¡Otro chupito qué invito yo!
- He trabajado duro para vosotros.
¿Estarán sordos?¿Seré muda?¿Serán las dos cosas?
- Si no me ayudáis tendré que defenderme yo misma.
¡Ay, mi huerto, mi huerto!
- Me marcho.
- ¡Me muero!
-¡Silencio!
¡Venganza!
¡Futuro!
¡Desmadre!
¡Paciencia!
¡Orgullo!
¡Poder!
¡Decrepitud!
- Pero, por dios, ¡no os dais cuenta de que somos una familia!