Viajo sobre una superficie, viajo a través de un tiempo pero sobre todo viajo entre lo concreto y lo abstracto con billete de inagotable ida y vuelta. Lo mismo me detengo a describir la redondez de un canto rodado encontrado en los alrededores de una gasolinera de un pueblo interpuesto en mi camino por el azar/infortunio de un problema de salud de uno de mis compañeros anónimos de viaje, que me adentro en los vapores del recuerdo que tantas veces se entreveran con las tinieblas de la melancolía.
Es redondo, de superficie pulida. Yace en una pequeña porción de tierra olvidada cubierta de vegetación verde intensa perlada por el rocío. La cojo y dejo un molde en el cieno que hablará de ella hasta la próxima lluvia torrencial. Su color es difícil de describir: tiene un fondo de ámbar con vetas gris pizarra pintarrajeadas. Pesa más de lo que había previsto; quizás arrastra alguna culpa. El tacto inicial me parece algo crispado pero al pasarla por las mejillas me regala un cosquilleo amable...
...un cosquilleo amable sin llegar a rozarme: la película contraída de aire entre dos pieles puede llegar a ser el primer segundo de vida de un gran huracán. Hay dos tipos de huracanes: los que saltan a la vista de cualquiera y los que sólo son percibidos por uno mismo. Los primeros suelen ser portada de los ávidos medios de comunicación. Los segundos suelen morir en la incomprensión aunque a veces terminan convirtiéndose en un poema. Son afortunados los que encontraron la varita mágica ,y escarbando en sus raíces y escrutando sus tallos hojados más allá del límite de su conciencia, se volvieron entonces imperecederos...
¡Por fin encuentro la maldita farola cubista! Me presento con cierta displicencia; dudo que haya merecido la pena tanto pateo. Detengo la tentación de despreciarla e intento imaginar su puesta de largo en una tarde exiliada de su presente donde alguno quiso pensar que torciendo las farolas, haciéndolas vibrar como la cuerda de una guitarra, lograría cambiar la inercia de un mundo abocado a la disputa.
Saco mi piedra y la coloco en el farol a modo de bombilla. Me alejo de la farola con unos pasos para atrás y siento la mirada cómplice del surrealista que la diseñó en los ojos de un joven sin prisa.
Un escalofrío de frío que no de emoción me devuelve a la realidad compartida. En el cielo se ciernen los nubarrones. Recuerdo aquello de que "cuando el Kafka vuela bajo hace frío del carajo". Me merezco una buena cerveza, un plato caliente y compañía.
Una vez más lo concreto se ha impuesto...