lunes, 25 de abril de 2011

[La saeta] Presentación.

Soy punta de flecha consciente, sensible.
Tengo cinco sentidos pero sólo me fue permitido usar uno de ellos. El resto los tengo que evocar a partir de las imágenes; por eso digo que veo olores.
Me lanzaron un mediodía cálido de forma poco comprensible. Aunque en mi defensa también podría decir que a los que nos gusta sentir el viento en la cara y en la mirada siempre nos toca dar explicaciones.
No podemos descartar que mi lanzamiento se debiera al miedo como casi todo lo que hacemos y todo lo que dejamos de hacer.
Cualquier hombre de éxito de los de ahora podrá afirmar que mi trayectoria fue errática pero yo sé que cuando se viaja las rectas no existen más que en nuestra impaciencia.
Hice presa desde el primer segundo pero no la terminé de traspasar hasta el último y, cuando finalmente lo hice, no dejé ninguna cicatriz.

[La saeta] Billete de ida y vuelta destino equinocio.

Parto de la primavera inapelable. Asisto a la vida hecha de estallidos. Sin embargo, en la medida en que desaparecen los rastros de la ciudad, se impone el tono más sosegado del campo. Extramuros, la primavera se impone calladamente mostrándose húmeda, lozana y amable en el fresco verde de la vega.
Al frente, la sierra que no lo es se empina hacia la planicie robándole grados al termómetro y refulgencia a la hierba y la primavera se convierte en primaverilla que juega entre olivos y encinares.
De repente una invisible línea ejerce de frontera retroactiva entre las estaciones. En el lienzo acristalado de líneas horizontales sobrevive todavía un protoinvierno tenaz, aun en el inevitable porvenir de las cíclicas derrotas.
Avanzo, no cambia el paisaje pero sí la luz; seguimos retrocediendo en el calendario, hasta llegar a un paisaje sin estaciones, a un escenario de faz inmutable igual de inhóspito bajo el auspicio de la helada que ante el hornillo del estío mesetario. Mientras observo la nada, me tranquilizo pensando que afortunadamente el mundo es redondo y que al final la tierra siempre retoma el pulso de la vida. Basta con unas tímidas pinceladas de calor improntadas en el cielo azul para comprobarlo, si bien, súbitamente, vuelven a expirar acosadas por la estampa de un crudo invierno que se despliega ostentosamente sobre páramos poblados por fantasmas; sensación de frío total, corazón de invierno irredento que mira desdeñoso cómo el sol cambia cada día su inclinación.
Redonda, es redonda.
Poco más allá se despereza de nuevo la tierra con apuntes primaverales cobijados en los huraños valles de las sierras pedregosas. A continuación cruzamos una franja de indefinición estacionaria hasta sufrir la conmoción del desierto. Mas, es este, al contrario del descrito previamente, un desierto vivo, almado, irrigado por una especie de de savia invisible que permite presagiar que en cualquier momento la primavera eclosione, aunque sólo alcance a hacerlo como un suspiro, como un sueño que no encuentra explicación científica.
Más. La tierra sigue un plano inclinado; vamos tierra a favor. Abandonamos la aspereza del clima estancado en dirección a la eterna primavera de los lares azules. Notamos las caricias cada vez más cálidas de una primavera juiciosa, cumplidora y enriquecedora que se exhibe primorosa en el horizonte florido. Todavía nos quedará un último exabrupto en nuestro camino: la niebla, eterna mutiladora de matices, se recuesta sobre los últimos montes que resguardan el definitivo valle que nos transportará al lugar de donde partimos. Es éste un valle donde pacen los alféreces del otoño, los únicos que duermen el sueño de la primavera, despiertan durante el estío y se muestran durante el otoño. Ya sólo queda enfilar la pendiente hacia la tierra sin altura, hasta topar con el cielo invertido y ondulado. Y ver como lo surca una eterna y jovial primavera que nunca se cansa de jugar a que es una moza risueña.

[La saeta] Paleta con forma de piel de toro extendida.

Verde, verde vida pugnando con el límpido añil del cielo. Verde enraizado en la tierra generosa cubriéndola con su tupido manto. Sí, verde, continúo siendo verde, aunque cada vez soy más recatado. He pasado del verde hierba al verde hoja. Y en esa degradación constante sigo hasta explayarme sobre el pobre lecho manchado que este año ha sido felizmente agasajado por lluvias generosas. Conforme progreso me voy sucesivamente atornasolando, entreverando y, finalmente, difuminando hasta convertirme en un parco punteado en el que apenas la vega alcanza a dibujar una culebra de clorofila a modo de despedida.
Gris, gris recalcitrante, hiriente, vasto gris hecho llanura que apenas queda quebrantada por otro gris vertical, anecdótico en la distancia, que lucha por ser el símbolo de un tiempo. Afortunadamente este abismo de ausencia se acaba con la aparición de decenas de tetas truncadas, cerros modestos que rompen la monotonía del gris y se visten con punteados púrpuras y verdes prefabricados que, aunque en otras ocasiones serían falsarios, ahora se agradecen.
Tras un parpadeo, de nuevo el colorido se impone aunque de forma más dispar con un salpicón de colores alegres: amarillos, rojos, morados que pastan en la tierra azafranada por el atardecer.
¡Y de nuevo el gris! Pero este gris es menos impertinente, es un gris que espera algo, que siembra de esperanza el paisaje. Además, al fondo una hilera de blanca nieve anuncia caudal. Poco a poco el gris se va perlando con otro blanco más amable, cercano, que emana un aroma de vida que hasta se puede oler con los ojos. Poco dura la reconfortante bocanada pues, de forma abrupta, el negro se cierne sobre nosotros como un telón tirano que nos impide paladear los colores que jalonan al gran río. Tras ese vacío, vuelve la luz y el color. O mejor dicho, vuelve el color de la luz que es lo único que se percibe en el nuevo paraje inhabitado que nos contempla. Se ve la luz haciendo remolinos en las cárcavas y elevándose al centro del cielo. Se ve así durante un instante como cada uno de los escenarios de este relato, porque pronto, esa briosa luz se remansa hasta ocupar los anchos valles excitando a las ánimas que los pueblan hasta trazar brochazos interminables de fucsia que se pierden en las lejanas montañas.
Luego, tras el blanco grisáceo del muro de agua, vuelve el verde afilado que trepa retorciéndose por las laderas debido al cosquilleo travieso del amarillo. Al fondo, siguiendo las ramblas, el azul ya deja de pertenecer al cielo. Mas antes, en un último recodo, el camino nos introduce en un valle de color piedra caliza en el que la tierra, las casas y las personas comparten tonalidad.
Y por fin ¡El azul! Azul arriba, azul abajo y azul en medio, convertido una vez más en el destino final de los viajeros.

[La saeta] Un millón de árboles no siempre hacen un bosque.

Naranjos, miles de naranjos alineados y un limonero solitario sin patio pero con terraza abierta al cielo. Dejamos atrás el orden vertical de las cosas y nos adentramos en un tapiz hecho de retales de terrenos sembrados con cereal que dibujan al extenderse por la tierra un extraño conjunto desproporcionado de mantos y arabescos.
Pasado un segundo oasis de naranjos, comienzan las encinas ni altas ni bajas ni grandes ni pequeñas transmitiendo la sensación de estar completamente hechas a la tierra amable que les da suelo. Tan es así que ni siquiera parecen aspirar a alcanzar gran altura ni gran envergadura. Parece como esas personas que han encontrado su lugar en el mundo y no conocen el conflicto. Entre ellas, puntualmente, algunas hileras de olivos se plantan como un ejército perfectamente aleccionado, por no decir reprimido. Quizás por eso, su suelo es más yermo, menos espléndido, como si su sombra envarada oprimiera a la tierra.
Pasado el monte, las encinas se van dispersando y en su soledad parecen tener más tiempo para contemplarse en el espejo de las tablas. Sus copas están acicaladas, persiguen una redondez casi áurea y su verde es más altanero. Siguiendo el gradiente decreciente de humedad se va extinguiendo la dehesa hasta devenir en estepa. Desnudez esteparia sólo conculcada por sendas hileras de álamos cubiertos con su traje de brotes verdes. Luego de nuevo las encinas ¡pero qué diferentes! Estas son chaparras, algunas no pasan de arbustos y están cercadas por piedras y áspera tierra conformando páramos autistas con reminiscencias de la posguerra que todos llevamos en el subconsciente. La desolación alcanza su cúspide en la tiniebla nítida de los robledales deshojados arrasados por el invierno. Es curioso como a veces un desierto puede transmitir más vitalidad que el esqueleto de un bosque. Finalmente un nuevo verde de pinos con aspecto de buenos mozos vuelve a apoderarse de la ventana y nos devuelve la frustración de sólo ser videntes y no poder oler.
Tras esta secuencia de estampas sin rastro de civilización, un nuevo protagonista aparece para devolvernos a la familiaridad de las tierras habitadas: pequeños terrenos con almendros en flor ponen contraste a la aridez reinante ¡Ese ha sido siempre el papel de los almendros! Retar al invierno con la insolencia de sus flores prematuras ¡previas incluso a las hojas!
Y persiguiendo a un Boreas ya fugitivo, hendimos el último desierto hasta deleitarnos con los campos de ciruelos floreados desparramando su ilógico fucsia por una tierra acostumbrada a vestir tonos pardos y grises, como demostración del triunfo de lo vivo sobre la rutina ¡Revolución cromática! ¡Frugal pero indeleble como todas las revoluciones!
Y ya apurando los kilómetros, nuevos pinos con alma marinera y un inesperado último hallazgo de viñedos latentes pero con una gran presencia en el paisaje; ya se sabe, donde hay viñas sólo hay vino y todas las vidas giran en torno a él. Pocos seres vivos tienen tanto ascendente sobre los humanos.
Llegamos, es decir, recapitulo: cereal, olivo, vid –mítica trilogía- arraigados en una urdimbre sostenida de encinas, pinos y desiertos, contrapunteados por los colores irisados y evanescentes de los frutales ¿Cabe duda de dónde estamos?

[a saeta] Salobre, dulce, salada.

Salimos del antiguo muelle donde merodeaban los buscones. Siguiendo el río grande atravesamos las mil herraduras y nos desviamos a babor en busca de una nueva vertiente. Ocurre sin embargo que no encontramos un río verdadero. Lo que vemos, en su defecto, son miles de ojos remansados con sus pestañas de juncos. Proseguimos hacia el secarral donde dos vetustos ríos serpentean por la llanura bajo los ecos de los estertores de Lucitas y las risas derrotadas de los gancheros. Saltamos después de la ruborizante belleza de los subalternos afluentes que nunca tendrán novela, hasta el río que cambió de mar, sin poder saludarlo más que desde las catacumbas que impone el progreso. En el desierto, percibimos la ausencia de agua como algo físico, desasosegante, provocándonos la conciencia, aquilatándola como la sangre de la vida. Un osado y desconocido río se acurruca contra la sierra quizás buscando el amparo de la sombra. Un último afluente con ínfulas. La penúltima agua gris, transporta diluido el color de la industria. Y al final, como al principio de los principios, agua salada.

[La saeta] Epílogo.

Reconozcamos desde el principio que hay algo obsceno en el hecho de atravesar la península en apenas cinco horas y media. Pero esta elección fue un acto vital. Y todos los actos de vida, por definición, tienen una sombra, una aflicción oculta. Querer vivir en la ignorancia de esta circunstancia es una necedad.

Decidí ir en tren por varios motivos. El primero por mi fobia a los aviones y a las compañías aéreas. El segundo porque así podía parar en Madrid a la vuelta y ver a gente querida. Y el tercero, y fundamental, porque sospechaba que no iba a salir indemne de este gran viaje a través de toda la anatomía de la península.

En Mejorada del Campo alcanzamos los 300 Km/hora. La velocidad, odiosa en tantas cosas de la vida, es la que otorga, en este caso, valor al viaje, ya que es la que permite atravesar todas las franjas, las sierras, las vertientes, las ciudades, sin tiempo de tener preferencias. Además los rápidos cambios de color, de luz y de vegetación permiten contrastar cada uno de los paisajes atravesados con el precedente y el sucesivo resaltando la belleza multifacética de la península y su capacidad de mutar tanto en tan poco espacio y en tan poco tiempo.

Es en las peculiaridades del tren, de la velocidad y de mis ojos donde nació esta Iberia asaeteada. Fue posteriormente, tras una pregunta de mi compañero de asiento ya en Barcelona, cuando se acendró la voluntad de hacerlo texto. Finalmente como tantas veces hizo falta un día lluvioso para que se hiciera realidad.

viernes, 15 de abril de 2011

... me levanto con el día y me pongo a caminar...

No le gustan las cortinas ni se pone antifaz para dormir, solo lo usa de vez en cuando por el día para ocultarse lo que ya conoce y pasar rápido por ese aro. Por eso se levanta con el Sol...ahora en Primavera es temprano, y repleto de energía. Si el Sol brilla de verdad es imposible no estar contento, y a esas horas suele hacerlo... un rato antes de que despierten los malos humos de las gentes y enturbien la atmósfera.

Así que sonríe... está contento con las nimiedades de su rutina en la reducida burbuja de estos últimos tiempos. Y emocionado porque dentro de poco la rutina nunca más volverá a serlo y tensará el arco y volará la flecha y con ella muchas de sus ilusiones llegarán más allá de su alcance.

Reflexiona en estos últimos días de tranquilidad y dormir al tempo de los pollos; En su exilio voluntario se trajo lo más importante, eso que te llevarías tú a la isla desierta, pero dejó...por gusto, valentía o ignorancia, todo lo demás atrás. Alejó a sus amigos, olvido los libros y la actualidad política, renunció casi a las palabras para empezar desde cero a balbucear, enterró la sardina,el choco y el boquerón frito. Lo hizo en cierto modo como ofrenda, como tributo o previo pago en pos de una búsqueda genuina, la de aquello verdaderamente importante. Y parece que lo ha encontrado; es lo mismo con lo que partió de viaje.

Va a tener razón el simplón de Coehlo y el tesoro está debajo de la higuera.
Así que después de tanta mudanza, tanto cambio por sistema, no puede evitar sentirse muy.
Muy tonto o muy listo y muy valiente, ¿muy estúpido? Se ríe recordando a la inminente abuela parafrasear a Aristóteles sin parar ...“el punto medio, hay que estar en el punto medio...“. Nunca estuvo de acuerdo, pero sí queda residual cierta aprensión por los „muy“.
Lo que es sin duda es muy afortunado.

Encontró el maná bendito y ahora sólo le falta compartirlo porque incluso el maná bendito sabe mejor si se alterna con cervecitas callejeras y aceitunas baratas en salmuera. A veces piensa que piensa demasiado y le cuesta reconocer que se siente simplemente lejos.

Lejos cerca?.La vida no es geométrica, como aquello de los Ríos...

Lo dijo aquel profeta bastardo
„las matemáticas no fallan...
...pero tampoco aman“

jueves, 7 de abril de 2011

Sin título

Ahora que llevo en la tundra demasiado tiempo como para contarlo, jugaré a dejar volar la imaginación...Vamos allá, cuesta un poco desentumecer -¡rutina mata!- pero lentamente las alas empiezan a mover el aire y los pies se vuelven ligeros...el centro de gravedad sube hasta el cuello y, cuando me quiero dar cuenta, ya estoy suspendido con los ojos abiertos o cerrados o ¡yo qué coño sé!

Es Martes y no toca trabajar (he dicho que voy a imaginar). Noto como el alba viene más cálida de lo normal. Bajo. ¡Humm, tostada con jamón! Me la ha puesto el camarero mudo sin ni siquiera haberme preguntado. Cojo el coche y me pierdo, desde el primer kilómetro me pierdo para que quede claro que esa era mi primera y única intención. Asciendo por alguna carretera de sierra mentirosa que serpentea entre las moles de granito. El cielo gris plomizo como si se fuera a caer encima de nosotros. Viento de levante dando nombre a los puertos y un absoluto silencio. Hago camino sin prisa hasta llegar a un pueblo perdido. El pueblo es de una sola calle y en el nace un río. Busco un restaurante por vagas referencias y al pasar por segunda vez por la calle principal, un hombre que circula en sentido contrario me hace señas. Bajo la ventanilla.
- ¿Te has perdido? Como te he visto pasar dos veces...
- No - respondo cual Páramo tragabuche.

Paro a comer que ¡hasta en las imaginaciones pasa uno hambre! Un cocido con tocino y dos huevos fritos con la yema naranja como si fuera el sol atardeciendo con patatas, naranja todavía sabrosa.
- Ocho euros.
- Sí -respondo ya desde la siesta.

Recupero distancia. Reconozco el camino aunque cuando llego al desvío la carretera no existe más. Las lluvias la han derrumbado. "Yo he venido para entrar" imagino que me digo. Me cuelo por la valla, túmulos y túmulos, una oveja con dos corderillos y un arco medio derruido...pero yo no voy a eso, yo voy a alcanzar el punto geodésico que se divisa desde allá abajo. Lo alcanzo renqueante por el esguince que me hice cuando imaginaba que todavía era joven. Sobre mí el cielo se cierne como un enfado de dioses y el viento arranca carreras de seres imaginarios por los campos de cereal. Abro el libro y leo:

Los dos están días enteros

con poca luz y sin hablar.

Hoy cada paso, ya sin sueños,

lo empuja el viento de otros pasos

en dirección a ningún sitio.

Bajo la piel se va marcando

con impudicia el esqueleto:

cuanto posee cada uno

va reflejándose en los ojos

del otro,donde ya no lucen

más que el recuerdo y la venganza.

Puestos de cara a la penumbra,

dando la espalda a la ventana,

nunca han estado así de juntos:

como si fuese un gran amor,

el odio puede mantener a raya

hasta a la propia muerte.


Giro 360 grados y no encuentro obstáculos al horizonte. Inicio la vuelta cuando un susurro me llega por el oeste y me dice:

- Nos vemos aquí el día más largo del año, ante mí, el testigo eterno de la vida, antes de la fiesta pública. Trae los símbolos y diles a los buenos amigos que estén presentes.


Retorno a la legalidad pero sigo imaginando. Todavía no quiero volver a la realidad. Por eso ahora entro en un pueblo invisible y por sus estrechas calles encaladas viro a izquierda y derecha hasta encontrar en su corazón sepultado un río corriente. Me pido un mosto y veo como un cliente mudo y hemipléjico se acerca a la barra y levanta las cejas; la camarera ¡otra vez sin necesitar palabras! le sirve un plato de ensaladilla.


Ya es la hora. Regreso a mi tundra y me encuentro con un cielo de arena que permite mirar al sol sin que deslumbre.

- Acuérdate de nuestro pacto -le digo.

Y guiñándose como un ojo se pierde por el horizonte que marca el fin de esta fantasía.


PD: No sé si será otra jugarreta de mi imaginación, pero lo cierto es que esta mañana me he encontardo un libro de Joan Margarit en el bolsillo de mi chaqueta.