lunes, 25 de abril de 2011

[a saeta] Salobre, dulce, salada.

Salimos del antiguo muelle donde merodeaban los buscones. Siguiendo el río grande atravesamos las mil herraduras y nos desviamos a babor en busca de una nueva vertiente. Ocurre sin embargo que no encontramos un río verdadero. Lo que vemos, en su defecto, son miles de ojos remansados con sus pestañas de juncos. Proseguimos hacia el secarral donde dos vetustos ríos serpentean por la llanura bajo los ecos de los estertores de Lucitas y las risas derrotadas de los gancheros. Saltamos después de la ruborizante belleza de los subalternos afluentes que nunca tendrán novela, hasta el río que cambió de mar, sin poder saludarlo más que desde las catacumbas que impone el progreso. En el desierto, percibimos la ausencia de agua como algo físico, desasosegante, provocándonos la conciencia, aquilatándola como la sangre de la vida. Un osado y desconocido río se acurruca contra la sierra quizás buscando el amparo de la sombra. Un último afluente con ínfulas. La penúltima agua gris, transporta diluido el color de la industria. Y al final, como al principio de los principios, agua salada.

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