Naranjos, miles de naranjos alineados y un limonero solitario sin patio pero con terraza abierta al cielo. Dejamos atrás el orden vertical de las cosas y nos adentramos en un tapiz hecho de retales de terrenos sembrados con cereal que dibujan al extenderse por la tierra un extraño conjunto desproporcionado de mantos y arabescos.
Pasado un segundo oasis de naranjos, comienzan las encinas ni altas ni bajas ni grandes ni pequeñas transmitiendo la sensación de estar completamente hechas a la tierra amable que les da suelo. Tan es así que ni siquiera parecen aspirar a alcanzar gran altura ni gran envergadura. Parece como esas personas que han encontrado su lugar en el mundo y no conocen el conflicto. Entre ellas, puntualmente, algunas hileras de olivos se plantan como un ejército perfectamente aleccionado, por no decir reprimido. Quizás por eso, su suelo es más yermo, menos espléndido, como si su sombra envarada oprimiera a la tierra.
Pasado el monte, las encinas se van dispersando y en su soledad parecen tener más tiempo para contemplarse en el espejo de las tablas. Sus copas están acicaladas, persiguen una redondez casi áurea y su verde es más altanero. Siguiendo el gradiente decreciente de humedad se va extinguiendo la dehesa hasta devenir en estepa. Desnudez esteparia sólo conculcada por sendas hileras de álamos cubiertos con su traje de brotes verdes. Luego de nuevo las encinas ¡pero qué diferentes! Estas son chaparras, algunas no pasan de arbustos y están cercadas por piedras y áspera tierra conformando páramos autistas con reminiscencias de la posguerra que todos llevamos en el subconsciente. La desolación alcanza su cúspide en la tiniebla nítida de los robledales deshojados arrasados por el invierno. Es curioso como a veces un desierto puede transmitir más vitalidad que el esqueleto de un bosque. Finalmente un nuevo verde de pinos con aspecto de buenos mozos vuelve a apoderarse de la ventana y nos devuelve la frustración de sólo ser videntes y no poder oler.
Tras esta secuencia de estampas sin rastro de civilización, un nuevo protagonista aparece para devolvernos a la familiaridad de las tierras habitadas: pequeños terrenos con almendros en flor ponen contraste a la aridez reinante ¡Ese ha sido siempre el papel de los almendros! Retar al invierno con la insolencia de sus flores prematuras ¡previas incluso a las hojas!
Y persiguiendo a un Boreas ya fugitivo, hendimos el último desierto hasta deleitarnos con los campos de ciruelos floreados desparramando su ilógico fucsia por una tierra acostumbrada a vestir tonos pardos y grises, como demostración del triunfo de lo vivo sobre la rutina ¡Revolución cromática! ¡Frugal pero indeleble como todas las revoluciones!
Y ya apurando los kilómetros, nuevos pinos con alma marinera y un inesperado último hallazgo de viñedos latentes pero con una gran presencia en el paisaje; ya se sabe, donde hay viñas sólo hay vino y todas las vidas giran en torno a él. Pocos seres vivos tienen tanto ascendente sobre los humanos.
Llegamos, es decir, recapitulo: cereal, olivo, vid –mítica trilogía- arraigados en una urdimbre sostenida de encinas, pinos y desiertos, contrapunteados por los colores irisados y evanescentes de los frutales ¿Cabe duda de dónde estamos?
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