Reconozcamos desde el principio que hay algo obsceno en el hecho de atravesar la península en apenas cinco horas y media. Pero esta elección fue un acto vital. Y todos los actos de vida, por definición, tienen una sombra, una aflicción oculta. Querer vivir en la ignorancia de esta circunstancia es una necedad.
Decidí ir en tren por varios motivos. El primero por mi fobia a los aviones y a las compañías aéreas. El segundo porque así podía parar en Madrid a la vuelta y ver a gente querida. Y el tercero, y fundamental, porque sospechaba que no iba a salir indemne de este gran viaje a través de toda la anatomía de la península.
En Mejorada del Campo alcanzamos los 300 Km/hora. La velocidad, odiosa en tantas cosas de la vida, es la que otorga, en este caso, valor al viaje, ya que es la que permite atravesar todas las franjas, las sierras, las vertientes, las ciudades, sin tiempo de tener preferencias. Además los rápidos cambios de color, de luz y de vegetación permiten contrastar cada uno de los paisajes atravesados con el precedente y el sucesivo resaltando la belleza multifacética de la península y su capacidad de mutar tanto en tan poco espacio y en tan poco tiempo.
Es en las peculiaridades del tren, de la velocidad y de mis ojos donde nació esta Iberia asaeteada. Fue posteriormente, tras una pregunta de mi compañero de asiento ya en Barcelona, cuando se acendró la voluntad de hacerlo texto. Finalmente como tantas veces hizo falta un día lluvioso para que se hiciera realidad.
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