¡Pinta, pequeña Arianna!¡Pinta!
Pinta desde ese espacio virgen donde las manos obedecen a la intuición, donde los discursos son a partes iguales ajenos y sospechosos, donde la visión precede a la mirada. Pinta desde ese tiempo donde uno solo puede saber lo que quiere pintar después de haberlo pintado.
¡Pinta, preciosa Arianna, pinta!
Pinta traduciendo el rumor de mis sinapsis a través de los susurros dulces y perfectamente buenos de tu madre.
¡Pinta, curiosa Arianna, pinta!
Pinta los cielos de Estambul en cada una de sus horas, yuxtapuestos y habítalos con el verde mestizo e importado de tu Méjico natal.
Pinta bajo un mismo trazo los minaretes de una mezquita, un obelisco romano, una iglesia cristiana y una composición religiosa de un mosaico bizantino. Y pinta, posado como un copo de nieve en un desierto, una milagrosa estrella de David del color de las babuchas de Rafael en su puesto del Gran Bazar.
¡Pinta, valiente Arianna, pinta!
Pinta el Bósforo con su azul insondable estrellándose contra la luz, contra el deslumbramiento, como si fueras una campesina mirando desde dentro de un cuadro de Turner el estrépito de nuestras vidas.
¡Pinta, atenta Arianna, pinta!
Pinta la orilla asiática sonrosada con sus peces aéreos ¿Acaso no se convierte uno en pez cuando pasea por una ciudad de 12 millones de habitantes sin saber adónde llegar?
¡Pinta, poderosa Arianna, pinta!
Pinta la retina del observador, saturada de vida, incrustada en tu lienzo, extranjera y cosanguínea al mismo tiempo, intentando contarle a cada una de las partes el misterio de lo que desconocen de ellas mismas mientras lo comparten.
¡Pinta, pequeña, preciosa, curiosa, valiente, atenta, poderosa Arianna!
¡Pinta!¡Pinta!¡Pinta!