miércoles, 23 de enero de 2013

Vengo por toda la orilla

Sí, Gastón, si empiezas a remar desde Triana por el canal de Alfonso XII llegarás al cauce verdadero del río Guadalquivir. Pasarás Gelves, Coria y la Puebla del Río y te adentrarás en la soledad de los arrozales de las marismas. Si te fijas podrás ver cormoranes y cigüeñas, alguna incluso negra. Llegando a la provincia de Cádiz no te extrañe que te pongas a cantar por soleás, pues estarás haciendo la ruta del flamenco (Sevilla-Utrera-Lebrija-Jerez-San Fernando-Cádiz). En Trebujena puedes comerte unas angulas de extraperlo si no le dices a nadie dónde las has encontrado. Después girarás un poco a estribor y enfilarás hacia las áridas colinas de los campos de Sanlúcar siguiendo la mancha verde de los pinares del estuario. En Sanlúcar, sin duda, no olvidarás comer unos langostinos tigre en el Bajo de Guía. Cuando pases la barra  que da nombre al pueblo y hagas las fotos de rigor al barco del arroz y la pléyade de gaviotas que lo decoran con sus excrementos, deberás bordear el Coto de Doñana, despreciando la sevillana Matalascañas y admirando la belleza de la Cuesta Maneli con su olor a pino serpenteando desde el azul marino hasta el azul añil del cielo por voluptuosas curvas de dunas vírgenes  y retamas histéricas. La Playa de Castilla pone que se llama en los mapas, pero todo el mundo la conoce por "Rompeculos". En el mesón "Los Remos" sabes bien que la ventresca de atún con pimientitos verdes es un deleite para la vista, el olfato, el gusto, el tacto y hasta el oído pues hay quien dice que la buena comida recita versos como un trovador sentenciado que nada tiene que perder. El polo petroquímico no merece aparecer en este viaje pero es tan dolorosamente visible que no queda otro remedio. En mala hora hicieron el espigón: se cargó la ría de Huelva y la playa de levante. Menos mal que Punta Umbría con su alma de atardecer rosado nos devuelve a la paz del navegante que no quiere dejar de ser niño. A esas alturas ya la brisa viene Atlántica y el agua se enfría al ritmo de las ballenas. Cuando pases por el Portil, salúdame a P y a B, nuestros queridos amigos. Si sigues remando hacia poniente llegarás al Guadiana y en sus muelles fluviales encontrarás buen resguardo de las tempestades. Si tienes suerte de que te pille allí una larga, podrás comprobar en el barrio de La Rana que uno puede comer coquinas y no hartarse jamás. El río frontera te presentará el castillo de Castro Marin, testigo  de los tiempos de guerra, gastado por el salitre y melancólico hospedador de una feria medieval, ya en portugués, es decir sin euforias, al ritmo que marca la luz del día, haciéndolo todo dos horas antes. En Altura arroz con laranjeiras para que no se diga, pero el mejor pescado lo encontrarás tres kilómetros tierra adentro, después de pasar la higuera más grande del mundo que sola se basta para dar sombra a medio Algarve. Ya sabes, es en Vilanova do Cacela y nunca me acuerdo del nombre; es algo así como "La campesina" pero, claro está, en portugués. Retomando el camino, llegarás a la gran lengua de tierra de Tavira. En Fábrica, con sus casas revestidas de azulejos, podrás detenerte a coger limones y naranjas. En Santa Luzia, ya al oeste de Tavira, podrás hacer fotos a los aparejos de los pescadores aunque no merece la pena que te quedes a comer pues los ingleses ya lo han hecho un lugar propio y, consecuentemente, ha bajado mucho la calidad de los restaurantes. Portimao, Faro y Lagos están muy bien para buscar trabajo de médico. Ya llegando a San Vicente verás que Portugal vuelve a su mismidad  de pueblitos, acantilados y mujeres de negro, relegando al Algarve a su espejismo de mar latino. En Sagres puedes beber vino, cerveza y comer percebes a precio de pijotas. No podrás sustraerte a la tentación de visitar el faro y de asomarte a los acantilados donde se mató aquel chaval alemán. Desde el mar, podrás comprobar como el cabo dibuja una proa y sabrás por qué Saramago imaginó una balsa de piedra ibérica a la deriva que siempre fue la libertad. Tendrás que navegar con cuidado pues con el viraje hacia el norte conocerás la fuerza del oceano abierto, olas ansiosas por encontrar tierra que besar después de miles de kilómetros de travesía sin hallar una sola isla. Este mar salvaje invita a la prudencia de la mano y al desenfreno de los sentidos. En Praia do Amado, al caer la tarde de Otoño, podrás pasear sin prisa y recoger chanclas colmadas de percebes rubios que según me dijeron no se pueden comer. Luego  vendrá la piedra de Arrifana, tan altiva como condenada, que habrás de rodear pues eres viajero sin prisas y no conviene perder la oportunidad de descubrir algún cobertizo secreto. En la punta de Arrifana conviene parar a comer arroz con polvo en el esón "El Pescador". No es que sea mejor que otros pero ahí, entre sus vapores, comenzamos a ser amigos Fantasio y nosotros y comenzaron a ser padres F y E. Si eres exigente para las playas, entre Arrifana y Cabo Sardao, encontrarás mil calas para tí solo, donde conversar con las gaviotas que anidan en los riscos de los acantilados. En Azenha do mar la parada es obligatoria para poder comer en portugués con todo lo bueno que eso conlleva. Buenas vistas, magnífico género y precios de risa...esperemos que los ingleses lo respeten. Más al norte en Zambujeira encontrarás más música que pescado, al igual que en Vilanova de Milfontes. Sines tiene ya un aire capitalino, soso, de gente con todo-terrenos y prisas. Pasando Taparica, notarás cómo el agua se remansa y se oscurece; es el Tajo que trae sonidos de gancheros y de toros y aromas esteparios. Sin pudor alguno se despliega sobre el barrio de Belén y se corona con una réplica del Golden Gate con nombre de fecha...siempre odié las calles con nombre de fecha. Si vas al Chedo Alto o a Alfama podrás subirte al tranvía para mirar a las mujeres y comer sardinhas con alma de pobre y estómago de multimillonario. Cascais, Sintra con sus castillos y el fin del (mío) mundo. Nunca llegué a Aveiro con sus canales y sus lagunas (y eso que mandé al capitán pingüi a bordo de  la intrépida para que lo explorara, pero de momento, todavía no he obtenido respuesta), ni intenté ligar con alguna estudiante de Coimbra. Lo primero todavía estoy a tiempo; lo segundo parece más bien un objetivo para otra vida. En el cielo verás el cambio de país, sí sigo empeñado en luchar contra las fronteras oficiales, y en Oporto con su puente de hierro perfectamente oxidado por su arquitecto, la belleza de la decadencia: el valor de las fachadas descascarilladas, de los azulejos desvaídos y de los ríos moribundos. Si te metieras por el Duero, a través del canal de Castilla, llegarías cerca de casa pero no lograrías rebasar las montañas. Ya culminando la costa portuguesa, medio mora, medio gallega, verás las dunas de Ofir y pensarás que, algún día, toda la costa fue como aquello y que los hombres tenemos que disfrutar mucho cuando la circuncidamos para compensar toda la destrucción que le infligimos. En Viana do Castelo pervive la tradición textil y la sorna por el ridículo nombre de su contraorilla "Tui", como si fuera el sonido de algún pájaro. Cruzado la franja de agua dulce que dan en llamar Miño, llegarás a A guarda y subirás a su mirador y contemnplarás con nostalgia la orilla portuguesa y te darás cuenta que es imposible no tener melancolía después de haber rodeado el puerto del gallo. Para el norte siempre, pararás en Pontevedra a tomar algo en el casco viejo y te lamentarás de no poder evitar que te venga a la memoria algún presidente de gobierno actual. Al fondo las islas Cíes con su brazo de arena articulando los dos peñones y las gaviotas dando por culo al alba. De Vigo siempre se ha dicho que es fea pero a mí no me lo parece. De hecho soy mucho más del Celta que del Depor. Por O Grove el centollo verás, y si no lo vieiras, año de bogavantes. La ría de Arousa tiene el encanto de la paz luchada, con sus bateas repletas de sueños de cocineros madrileños. Para entonces ya habrás visto que el mar del fin del mundo es el más bravío que existe y su fuerza se transmite a los acantilados y al cielo y a la playa de As Lanzadas donde, si haces el amor bajo la luna llena, verás crecer tu apellido sin remisión. En A Coruña comprobarás que, igual que todos los caminos conducen al mar, todas las estelas conducen a la Torre de Hércules. Ya enfilando hacia levante, merecerá la pena que te pares en la Estaca de Bares y la consueles de su abandono. Si tienes agallas puedes intentar subir sus cuestas verticales bajo amenaza de tropezar y caer con el impulso al mismo centro de la tierra. Si pasas por la playa de As Catedrais haz algunas fotos pues nunca fui capaz de llegar, aunque, a decir verdad, tampoco lo intenté. En San Andrés de Teixidó los acantilados se ufanan de ser más altos que el Himalaya. Y en Riba-Vega deo nunca sabrás cuál es cuál ni cuál es Asturias y cuál es Galicia, las cosas de las fronteras políticas de las que ya antes te hablé. Asturias Occidental es territorio virgen, alejado de todo y cerca de nada y, consecuentemente, apetecible. Mira a ver si hay casas baratas y nos compramos una. Ya llegando a Cudillero, cambia la atmósfera de nuevo, volvemos a pisar el mismo mundo, aunque a las cuentas de los restaurantes a veces parece faltarles un cero.  Gijón-Xixón respira el humo del tabaco de las ciudades industriales que no tienen nada que ofrecer y por eso lo ofrecen todo. San Lorenzo se curva, se estremece con cada batida del mar pero nunca se arruga. Ya nos estamos acercando, ya el viaje va a tocando su fin; por eso hay que parar en Ribadesella y ascender el Sella contra toda corriente para recordarnos que nosotros hacemos las cosas porque nos gusta o nos apetece y no porque nos las impongan. Ahora bien, remontar un río no está al alcance de cualquiera y el descanso se vuelve imprescindible tras hacerlo. No temas, querido Gastón, que en LLanes hay una playa de dibujos animados que aparece milagrosamente a través de una gruta y está rodeada en sus 360 º por arena de playa y prados como si el mar se hubiera decidido a perseguir amantes por los valles del Pas y de Liébana. Alcanzamos Cantabria, esa castilla menos miserable pero igual de desdeñosa. San Vicente de la Barquera, Comillas, Santillana, aires de grandeza medieval a los pies del dios Neptuno, a los pies del dios Naranjo. Tierra verde hasta el mar, mar azul hasta la orilla, espuma blanca en la batalla. Pese a que al fondo ya intuyes la bahía de Santander, no podrás dejar de parar en Liencres y, una vez más, rodear el islote e imaginar como serán las olas que, en las noches de galerna, aseguran, lo sepultan bajo su vientre. Los estratos verticales entran y salen de la pequeña ensenada con el desenfado de una montaña rusa y a la dercha, apoyada en la cristalera, verás a P diseccionando el pasado. Por fin en Santander a los pies del palacio de la Magdalena con el rabillo del ojo puesto en el muelle de Astillero que un año, no hace tanto, ganó la bandera de Donostia. ¡Qué cerca está! Tan solo me queda parar en Santoña para coger anchoas y admirar en su versión trasnmutada norteña a las  chirigotas del carnaval de Cádiz, al Selu con el tipo de calzonazos, de enterao, de Pepi o de banquero. Castro Urdiales es un pueblo impaciente, quiere y no puede llegar hasta Bizkaia. Verás muy de cerca los aviones que aterrizan en Loiu pues es allí donde se deciden a buscar un aeropuerto bilbaino en el que posarse. Pobeña, tierra de landeres y marcelles. Petronor con su hedionda vocación de imprescinidibilidad, la playa de la arena con su yodo anaranjado tiñendo los pies de toda la margen izquierda. Y por fin, el Abra, con su euskal Punta Galea y su apócrifa eskeraldea. El superpuerto con su planetario o no, las chimeneas de la geotérmica de San Juan, levantándose al cielo para acusar a tantos falsos inocentes del sufimiento obrero. Y Portu con su alma de villa y su 2% de euskaldunes sujetando el puente de Bizkaia, prodigio de la fraternidad entre orillas cincelado a base de martillazos industriales. Yo creo que allí es donde empieza Bilbao. Justo por donde pasa la barqueta con hastío cada diez minutos. Después los cadáveres de Altos Hornos (muerto pobre), Zorrozaurre (muerto lejano) y Euskalduna (muerto orgulloso). Con el nuevo San Mamés apuntando maneras y el viejo sollozando Bielsadas, entrarás en Bilbao y te darás cuenta de que muy poco queda de aquel espíritu Goikoetxeano, por no decir nada. Y, por si queda alguna duda, pasando el puente de Deusto, encontrarás otro barco de quilla de titanio invertida, con las olas bocarriba mirando al Artxanda. En sus celosas bodegas se guarda el estúpido secreto de la modernidad, la pócima mágina al alcance de las élites para convertir  al Bocho en un referente mundial. Si dejas a Triana en la campa de los ingleses y subes por las escalinatas de mármol, llegarás a tu casa, tu nueva casa.