jueves, 21 de febrero de 2013

El instante preciso. La chispa adecuada.




Nunca parece el momento idóneo para las primeras vece5
Luego se hace tarde.
y Ya no es  tan importante si llueve o brilla el Sol.




jueves, 14 de febrero de 2013

Hajedraiku I

El peón como el viento:
no mira hacia atrás
cuando avanza.

e2-e4

miércoles, 6 de febrero de 2013

El velatorio (nuevo tránsito de un microcosmos a un macrocosmos)

[Prefacio]

Hay una cuestión en la que ningún médico puede fallar: la detección de la gravedad. Ni el diagnóstico ni el tratamiento son tan importantes como el estado de alerta ante una situación que se puede complicar. Ese estar atento implica dar valor a cada uno de los signos y síntomas y no estar tranquilo hasta disponer de los suficientes elementos de juicio como para saber por dónde van a ir los acontecimientos. Hay pacientes aparentemente con buen estado pero con datos ominosos como una sudoración inexplicable, inquietud, taquicardia... ¡y estos son los pacientes en los que no se puede fallar! Y no fallar significa estar a su lado, atentos, contemplando todas las posibilidades y tener una estrategia para cada una de ellas: anticiparse en definitiva. Ante este planteamiento hay dos conductas erróneas que se repiten con frecuencia: 1) Errar en la elección de los datos clave, es decir, sobreestimar lo superfluo e infraestimar lo cardinal y 2) Intentar arreglar el desaguisado repitiendo las mismas estrategias o, lo que es lo mismo, multiplicar esponencialmente el error primogénito.
La primera pauta de negligencia es bastante fácil de explicar. Por un lado, el médico tiende a pensar que lo que él piensa tiene que ser verdad (con el ego hemos topado) pues llevan diciéndoselo desde que es un niño en la mayor parte de los casos y desde que es estudiante en el escaso resto faltante. Por tanto, a la hora de seleccionar los signos/síntomas escogerá aquellos que mejor se adapten a su propuesta que, por lo general, será un diagnóstico brillante al alcance de poca gente (en el caso de los clínicos) que otorgue la exclusividad del manejo del cuadro y un diagnóstico vulgar (en el caso de los quirúrgicos) que le exima de actuar y permita delegar la responsabilidad en otros. Dicho esto, el factor de decisión más importante no ha sido todavía dicho: la comodidad. Escogeré el diagnóstico más asequible, que me permita despachar lo antes posible al paciente y, por supuesto, irme a dormir sin pasar la noche en vela. Este es el motivo, por ejemplo, por el que, si uno va a urgencias con fiebre de foco no evidente, lo más probable es que le diagnostiquen de una infección urinaria (tira urinaria reactiva + antibiótico sietre días + a casa).
La segunda pauta es más respetable ya que no tiene que ver con la actitud sino con la aptitud. El sentimiento de culpabilidad nos empuja al principio de la compensación que viene a ser tener que hacer lo máximo posible en el menor tiempo posible...Peligro. Los tiempos de la enfermedad los marca la enfermedad, no la prisa de los médicos por resolverla.  
España estaba grave, muy grave, dando claros síntomas de desfallecimiento. En mi opinión su último intento por sobrevivir fue el movimiento 15-M, algo que ya forma parte del pasado. Tuvo la malísima suerte de contar con un equipo médico absolutamente incompetente (los políticos), con un material obsoleto y deteriorado (la constitución y el sistema de representatividad), con un entorno social claudicado (Europa) y con una enfermedad congénita (el orgullo) de la que emanan todos los males. Sin orgullo quizás hubiera sido capaz de hablar y de escucharse a sí misma. El orgullo sólo sirve para henchirse.

Después de la autopsia (léase "Españoles, España...ha muerto") nadie tiene duda de que España es un concepto sin viabilidad como un cadáver es un cuerpo que sólo puede hacer una cosa: descomponerse. Habrá quien intente embalsamarlo. En su derecho está. Pero no debemos olvidar que el brazo incorrupto de Santa Teresa no ha sido capaz, hasta la fecha, de escribir ningún poema.

España, en estos momentos, no es más que un nombre y una bella y rica página del libro de historia de las civilizaciones. Su ideosincrasia es sencillamente un asunto del pasado. Vendrán otros tiempos, volveremos a creer en el colectivo, sin duda, pero con un esquema radicalmente diferente al que hemos tenido hasta ahora. Será mejor o peor en la medida en que permita prosperar física y emocionalmente a los individuos que lo formemos. Podrá llamarse igual, pero ya nunca será igual ¿Hacia dónde caminamos?

EL VELATORIO

Siempre me ha llamado la atención que, en los velatorios, todo elmundo tiene un rol asignado que sabe cumplir a la perfección. Cada uno interpreta su papel de la mejor manera posible: hay quien sobreactúa, hay quien está tan desorientado que sólo sabe hablar muy rápido y cambiar continuamente de conversación, hay quien ve su propia muerte en el rostro maquillado del cadáver y se abisma en el misterio de la vida, hay quien está atento para ayudar con las pequeñas cosas como el agua, la comida, el periódico, etc...

El velatorio de nuestra querida y malhadada España es, como no podía ser de otra manera, masivo ¡Tanta gente la quería y tanta gente la odiaba! Ocurre que la gente que la quería es mucho más diversa que la gente que la odiaba: se puede querer de muchas maneras pero sólo hay una manera de odiar. El querer es un concepto poliédrico mientras que el odio es unívoco.

Entre conversaciones, abrazos y sollozos un espectador ajeno a la víctima que se ha colado por instinto literario en el velatorio, intenta descifrar los gestos, los rostros, las alianzas, ese universo sin palabras que gravita alrededor de la pérdida.

Ve nuestro reportero un grupo de personas con un cierto parecido al difunto que se mantienen a una distancia suficiente como para no oler los reproches que le manda el cuerpo en proceso de descomposición (quizás podría utilizar la palabra "corrupción") y suficiente como para controlar todo el cotarro. Son los primogénitos, los que recibieron todo tipo de ayudas por parte de la difunta para formar su pequeño imperio, los que no atendieron las primeras peticiones de auxilio ¡tan ocupados estaban en cosas serias!, los que una o dos veces año se hacían sangre en los labios pronunciando su nombre y los trescientos sesentaycuatro días restantes se burlaban de ella en los cenáculos del poder, los que tenían esa extraña forma de querer que se acaba cuando se corta el chorro del beneficio, los que la dejaron morir exangüe, demacrada, mutilada mientras le repetían que era la más guapa del mundo. Comprueba nuestro reportero que en grupos de dos y de tres todos hacen cuentas ¡no paran de hacer cuentas! De vez en cuando alguien se acerca a darles el pésame y con contrariedad y displicencia ponen su mejor rostro compungido y su mirada de "no me robes este tiempo precioso, no ves que estoy rodeado de hermanos carroñeros y tengo que salvar mi pellejo suizo". Cuando se hablan entre sí, su cara no encierra un rostro sino el retrato de una calculadora; los gestos se pierden cuando se trata de hacer negocios. A decir verdad ya han amasado la mayor parte de su fortuna, pero todavía les queda una jugosa herencia que repartir. En eso están, en los despojos de la difunta España, en como evitar que nada de lo que deja llegue al resto de comensales. Es fundamental que así sea; se trata de un todo o nada. Como alguien logre demostrar que le corresponde a ley la más mínima parte del patrimonio, puede servir de ejemplo para el resto de parientes y hacer que estos pidan su parte y...no quieren ni pensarlo.

Este grupo no está aislado. No todos los que se les acercan son molestos. Habla el reportero especialmente de unos tipejos con aspecto de comadreja, cuaderno de notas y bolígrafo de propaganda que a un leve gesto de los priogénitos, acuden raudos. Los comadrejas, cuando reciben el mensaje, se reparten por el resto de la sala y platican con todo el que se le cruza sobre lo terrible que ha sido todo, regalando a los incautos oyentes la versión oficial y verdadera (¿acaso pueden ser distintas?) de lo acontecido. Si por casualidad, alguien osa replicar sus narraciones, logran de forma inexplicable, captar a cuatro o cinco como ellos que empiezan a hacer chirriar sus dientes y crujir sus nudillos formando un molesto alboroto hasta que otro de ellos, con aparente sorpresa, media en el conflicto y termina pidiendo disculpas a todos por la indecencia de ese individuo, casualmente, el que intentaba discutir la versión oficial. En una ocasión incluso, informa nuestro reportero, vio como una cuadrilla de matones dirigida por uno de los voceros expulsaba a un individuo con toga entre insultos y amenazas...algo demasiado gordo o demasiado verdadero tuvo que decir, supone.

Poca gente más tiene acceso a los primogénitos...ah, sí, bueno, hay otra persona que de alguna manera se comunica con ellos. Es una mujer rubia, con flequillo, que se sienta en una esquina. Su rostro relajado no encaja con sus ojos taimados y pendientes...¿diría uno que está tramando algo?. La señora maneja con soltura un abanico que parece apuntar a algunos al cerrarse y ocultar a otros al abrirse. Es imposible descifrar ese lenguaje, pero se nota que hay mucho mando en la muñeca. Por decir, incluso da la sensación de que los primogénitos mueven los ojos al ritmo del abanico y de que compiten en sonreir a esta extraña dama. Incluso algunas comadrejas la miran como para pedir permiso antes de ejecutar las órdenes de los primogénitos. De repente se levanta para ir al baño y todo el personal queda expectante,paralizado ante su ausencia...Falsa alarma, ni se ha maquillado ni ha cambiado de abanico, pero su sonrisa parece a cada instante más segura de sí misma.

En un escenario en el que parece que todos andan midiendo, nuestro reportero encuentra a alguien que padece y que induce a la compasión. Es un alguien extraño pues parece repartido por millones de rostros de los que no se atreven a acercarse demasiado al cuerpo presente. Es un rasgo compartido, una mueca de dolor de esas que solo el sentimiento de pérdida puede arrancar. Lo ve en unas mujeres sencillas, silenciosas, de esas que se nota que han trabajado todos los días de su vida, quizás incluso sirviendo a España, con la tenacidad de los humildes, con la discreción de los que no necesitan más que su honestidad para saber que el mundo es justo; una especie de pueblo llano, quizás servil, que probablemente no compartieron con el muerto más que algunos pequeños momentos, pero que siempre estuvieron agradecidos por su generosidad o, si no, porque de alguna manera los respetaba. En ellos que no tienen nada que pensar y sí mucho que sentir es donde nuestro reportero asegura haber visto algunas lágrimas.

Por supuesto, también hay gente a la que le brilla la mirada cada vez que la dirige al féretro. Sonríen tranquilamente y hablan mal del muerto. Cuando se hace el silencio, vuelven a hablar mal y cada uno intenta demostrar que es más víctima que cualquier otro. Estas personillas trasmiten el desasosiego de la misma manera que lo hace una fuente seca. Todavía no se han enterado de que el fracaso del enemigo no es ninguna victoria. Que es imposible construir un edificio solo escarbando.

Un momento, nos informa nuestro reportero de que algo debe estar ocurriendo. La gente forma un pasillo por el que se abren paso bajo palio cuatro caballeros. - ¡Los médicos, son los médicos! dice una voz. - No, la corrige otra. Los médicos son los que llevan las cuatro varas del palio. La comitiva avanza con sus patillas y sus dentaduras blanqueadas y sus relojes de oro. Cuando finalmente uno de ellos llega hasta el cadáver de España, levanta la mano y pide silencio.

- Queridos españoles, sabéis que nosotros en estrecha colaboración con los médicos, hemos hecho todo lo posible por salvar a España. Lamentablemente no lo hemos logrado y tendremos que acostumbrarnos a vivir sin ella. Pero no os preocupéis. Sabemos lo que hay que hacer para que nada cambie. Lo único que os pedimos es que hagáis lo que digamos.

Inmediatamente los médicos agacharon la cabeza en gesto de asentimiento, los comadrejas rechinaron sus dientes, los primogénitos hicieron sus cálculos, la señora rubia abrió el abanico y se tapó la cara salvo los ojos que fulguraban y las mujeres, los millones de mujeres, se enjugaron las lágrimas y se miraron desconcertadas.