Verde, verde vida pugnando con el límpido añil del cielo. Verde enraizado en la tierra generosa cubriéndola con su tupido manto. Sí, verde, continúo siendo verde, aunque cada vez soy más recatado. He pasado del verde hierba al verde hoja. Y en esa degradación constante sigo hasta explayarme sobre el pobre lecho manchado que este año ha sido felizmente agasajado por lluvias generosas. Conforme progreso me voy sucesivamente atornasolando, entreverando y, finalmente, difuminando hasta convertirme en un parco punteado en el que apenas la vega alcanza a dibujar una culebra de clorofila a modo de despedida.
Gris, gris recalcitrante, hiriente, vasto gris hecho llanura que apenas queda quebrantada por otro gris vertical, anecdótico en la distancia, que lucha por ser el símbolo de un tiempo. Afortunadamente este abismo de ausencia se acaba con la aparición de decenas de tetas truncadas, cerros modestos que rompen la monotonía del gris y se visten con punteados púrpuras y verdes prefabricados que, aunque en otras ocasiones serían falsarios, ahora se agradecen.
Tras un parpadeo, de nuevo el colorido se impone aunque de forma más dispar con un salpicón de colores alegres: amarillos, rojos, morados que pastan en la tierra azafranada por el atardecer.
¡Y de nuevo el gris! Pero este gris es menos impertinente, es un gris que espera algo, que siembra de esperanza el paisaje. Además, al fondo una hilera de blanca nieve anuncia caudal. Poco a poco el gris se va perlando con otro blanco más amable, cercano, que emana un aroma de vida que hasta se puede oler con los ojos. Poco dura la reconfortante bocanada pues, de forma abrupta, el negro se cierne sobre nosotros como un telón tirano que nos impide paladear los colores que jalonan al gran río. Tras ese vacío, vuelve la luz y el color. O mejor dicho, vuelve el color de la luz que es lo único que se percibe en el nuevo paraje inhabitado que nos contempla. Se ve la luz haciendo remolinos en las cárcavas y elevándose al centro del cielo. Se ve así durante un instante como cada uno de los escenarios de este relato, porque pronto, esa briosa luz se remansa hasta ocupar los anchos valles excitando a las ánimas que los pueblan hasta trazar brochazos interminables de fucsia que se pierden en las lejanas montañas.
Luego, tras el blanco grisáceo del muro de agua, vuelve el verde afilado que trepa retorciéndose por las laderas debido al cosquilleo travieso del amarillo. Al fondo, siguiendo las ramblas, el azul ya deja de pertenecer al cielo. Mas antes, en un último recodo, el camino nos introduce en un valle de color piedra caliza en el que la tierra, las casas y las personas comparten tonalidad.
Y por fin ¡El azul! Azul arriba, azul abajo y azul en medio, convertido una vez más en el destino final de los viajeros.
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