Parto de la primavera inapelable. Asisto a la vida hecha de estallidos. Sin embargo, en la medida en que desaparecen los rastros de la ciudad, se impone el tono más sosegado del campo. Extramuros, la primavera se impone calladamente mostrándose húmeda, lozana y amable en el fresco verde de la vega.
Al frente, la sierra que no lo es se empina hacia la planicie robándole grados al termómetro y refulgencia a la hierba y la primavera se convierte en primaverilla que juega entre olivos y encinares.
De repente una invisible línea ejerce de frontera retroactiva entre las estaciones. En el lienzo acristalado de líneas horizontales sobrevive todavía un protoinvierno tenaz, aun en el inevitable porvenir de las cíclicas derrotas.
Avanzo, no cambia el paisaje pero sí la luz; seguimos retrocediendo en el calendario, hasta llegar a un paisaje sin estaciones, a un escenario de faz inmutable igual de inhóspito bajo el auspicio de la helada que ante el hornillo del estío mesetario. Mientras observo la nada, me tranquilizo pensando que afortunadamente el mundo es redondo y que al final la tierra siempre retoma el pulso de la vida. Basta con unas tímidas pinceladas de calor improntadas en el cielo azul para comprobarlo, si bien, súbitamente, vuelven a expirar acosadas por la estampa de un crudo invierno que se despliega ostentosamente sobre páramos poblados por fantasmas; sensación de frío total, corazón de invierno irredento que mira desdeñoso cómo el sol cambia cada día su inclinación.
Redonda, es redonda.
Poco más allá se despereza de nuevo la tierra con apuntes primaverales cobijados en los huraños valles de las sierras pedregosas. A continuación cruzamos una franja de indefinición estacionaria hasta sufrir la conmoción del desierto. Mas, es este, al contrario del descrito previamente, un desierto vivo, almado, irrigado por una especie de de savia invisible que permite presagiar que en cualquier momento la primavera eclosione, aunque sólo alcance a hacerlo como un suspiro, como un sueño que no encuentra explicación científica.
Más. La tierra sigue un plano inclinado; vamos tierra a favor. Abandonamos la aspereza del clima estancado en dirección a la eterna primavera de los lares azules. Notamos las caricias cada vez más cálidas de una primavera juiciosa, cumplidora y enriquecedora que se exhibe primorosa en el horizonte florido. Todavía nos quedará un último exabrupto en nuestro camino: la niebla, eterna mutiladora de matices, se recuesta sobre los últimos montes que resguardan el definitivo valle que nos transportará al lugar de donde partimos. Es éste un valle donde pacen los alféreces del otoño, los únicos que duermen el sueño de la primavera, despiertan durante el estío y se muestran durante el otoño. Ya sólo queda enfilar la pendiente hacia la tierra sin altura, hasta topar con el cielo invertido y ondulado. Y ver como lo surca una eterna y jovial primavera que nunca se cansa de jugar a que es una moza risueña.
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